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Diseño de la pared de Silvia de Marta

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Libro.

 

SOBRE LAS HORAS CONTADAS Y LA CORRUPCIÓN AL ALCANCE DE TODOS DE JOSE RICARDO MORALES

 

La intención, de las palabras que siguen, no es la de acometer un estudio sobre la obra de José Ricardo Morales. Mis limitaciones al respecto me obligan a ello. No creo que tenga nada que añadir a los valiosos estudios sobre el autor y su obra, con los que tan en deuda me siento por haber sido de tan valiosa ayuda en el montaje de las dos piezas que aquí me emplazan. Mi propósito pasa más bien por plantear algunas cuestiones sobre  mi afortunada experiencia, primera en España, de traducir la obra del autor a un idioma diferente: el escénico. Vaya pues, por delante este exordio aclaratorio.

 

El contexto en el que este trabajo se inscribía era el de un ciclo dedicado, a modo de homenaje, a la figura de José Ricardo Morales, en un valioso intento de saldar una deuda histórica con el autor, exiliado tras la guerra civil, muy poco conocido y nunca representado en nuestro país. De ahí que, en todas mis decisiones sobre el montaje, tuviera siempre presente la intención de colocar al autor en primer plano, aportando así mi granito de arena al mencionado homenaje.

 

Díptico escénico.

Yo nunca había montado dos piezas independientes para un único espectáculo. Se trataba de dos textos breves, muy separados en el tiempo en lo que a su composición se refiere. El primero, Las horas contadas (1967), invita a una reflexión sobre el impepinable paso del tiempo, a través de una inquietante premisa. El segundo, La corrupción al alcance de todos (1995), cuestiona la credulidad casi infantil de nuestra cultura, sugiriendo una relación entre esa candidez y el rumbo de nuestra sociedad.  Aunque desde el principio establecí no pocas conexiones temáticas entre las dos, las piezas se me antojaban muy diferentes entre sí, de ahí que valorara muy positivamente la posibilidad de distanciarlas lo más posible estilísticamente. Ese intento de diferenciación me llevó a separarlas también espacialmente, de tal manera que cada pieza pudiera ser representada en un espacio escénico independiente y autónomo. Dicha particularidad tenía la intención de proponer al espectador la experiencia de transitar, literalmente, de un texto a otro, y lo que resultaba aún más interesante para el objetivo del proyecto, de una época del escritor a otra. Las horas contadas se representaría en el patio de butacas del María Guerrero, abundando simbólicamente en el homenaje a José Ricardo Morales, posibilitando que sus primeras palabras pronunciadas sobre un escenario en España, lo fueran sobre el mítico escenario. La corrupción al alcance de todos se representaría, a su vez, en la Sala Princesa del mismo teatro. Una de las características del teatro de José Ricardo Morales es que, pese a la recurrencia temática de sus textos, siempre hay una voluntad, casi explícita, de diferenciación formal en el tratamiento de dichos temas. Al menos, ése era mi caso. Conceptualmente, la relación entre los dos textos era bastante clara, así como la que se establecía entre estos y el resto de producción del autor. Pero dramáticamente, los textos se parecían como un huevo a una castaña. Eso me obligaba, o eso al menos pensé yo, a plantear cada pieza como si de un espectáculo se tratara, confiando en que el criterio del espectador estableciera vínculos de base entre las dos, y sólo sugiriendo alguna conexión sutil, en cualquier caso paralela a la acción, entre el universo dramático de Las horas contadas y el de La corrupción al alcance de todos. Qué mejor oportunidad para ofrecer dos escenificaciones diferentes sobre textos de un autor nunca representado. Por todo esto, mi opción primera fue la de abundar en las diferencias, buscando no ya una unidad sino un tipo determinado de “globalidad”, conformando una suerte de díptico escénico en el que se pudiera acceder a dos formas dramáticas diferentes del autor, que a su vez permitiera observar la evolución de su teatro. Por otro lado, la idea de contextualizar la puesta en escena de la primera de las piezas, Las horas contadas, dentro de un concepto teatral propio de la segunda mitad del S. XX, heredero todavía, en cierto sentido, de las tradiciones del S. XIX, y la de hacer lo mismo con la segunda, La corrupción al alcance de todos, dentro de otro propio de comienzos del S. XXI, me resultaba escénicamente muy interesante. Para conseguir ese “efecto”, el contraste conceptual entre la desnudez del patio de butacas del teatro María Guerrero y el complejo dispositivo tecnológico planteado en la sala de la Princesa, resultaba idóneo. Y es que me fascinaba la idea de “hablar” sobre la evolución de los procedimientos significativos de la puesta en escena en su tránsito del SXX al XXI. A este respecto, las opiniones del público resultaron, como siempre, muy interesantes. El público de más edad se sentía más identificado con el lenguaje escénico de la primera de las piezas, y el más joven con el de la segunda, valga la generalización.

 

 

Las horas contadas.

 

[…] Somos víctimas –pensaba yo- de un doble espejismo. Si miramos afuera y procuramos penetrar en las cosas, nuestro mundo externo pierde en solidez, y acaba por disipársenos cuando llegamos a creer que no existe por sí, sino por nosotros. Pero, si convencidos de la íntima realidad, miramos adentro, entonces todo nos parece venir de fuera, y es nuestro mundo interior, nosotros mismos, lo que se desvanece. ¿Qué hacer entonces? Tejer el hilo que nos dan, soñar nuestro sueño, vivir; sólo así podremos obrar el milagro de la generación. Un hombre atento a sí mismo y procurando auscultarse ahoga la única voz que podría escuchar: la suya; pero le aturden ruidos extraños. ¿Seremos, pues, meros espectadores del mundo? Pero nuestros ojos están cargados de razón y la razón analiza y disuelve. Pronto veremos el teatro en ruinas, y, al cabo, nuestra sola sombra proyectada en escena. […]

 

Antonio Machado, Prólogo a Campos de Castilla.

 

Comienzo este comentario sobre Las horas contadas con esta larga cita por dos motivos. El primero, y más importante, es que la pieza que nos ocupa, en su sentido más profundo (el que hay que rebuscar bajo los textos, los sustenta y permite, su dimensión primera, su metafísica), se sitúa en un lugar muy próximo a las reflexiones del  poeta sevi-soriano. El segundo es que en un principio quería citar las cinco o seis primeras páginas de En busca del tiempo perdido, pero me parecía excesivo.

 

Para mí, Las horas contadas es una especie de entretenido memento mori del S.XX, que se construye a partir de la siguiente premisa: el personaje de Sherezada (aunque aún no conocemos su nombre) está sentada frente a los espectadores, observándolos, como si fueran ellos, y no ella, los protagonistas del espectáculo: “Esta mañana me levanto, me lavo y me digo: ‘Voy al teatro. Eso de Las horas contadas promete’. Y aquí me tienen viendo el espectáculo: una sala con gente.” Es como si la intención del autor hubiera sido plantar un espejo frente a los espectadores, o lo que es lo mismo -siempre ha sido así-, frente a esa especie de comisión autorizada de la sociedad que es el público. ¿Y qué es lo que se supone que deberían ver los espectadores al mirarse en dicho espejo? Pues a sí mismos, tanto en su individualidad como en su conjunto. De esta manera el autor, al proponerle al espectador un rol inscrito habitualmente en el ámbito de ficcional de la representación, pretende dinamitar la lógica escénica al uso, para plantear, como en casi toda su producción, un dispositivo teatral no por muy usado menos elocuente: el teatro dentro del teatro. Aunque en esta ocasión, dicha metateatralidad incluye de manera decisiva al público real. Es como si el autor pusiera a cada espectador frente a su propia máscara con el fin último de que ellos mismos se desenmascaren. Es decir, lo que siempre ha sido una de las más beneficiosas funciones del arte escénico. El reto que se me planteaba era de qué manera concreta hacerlo, cómo representarlo: buscar una convención escénica particular que expresara teatralmente dicho concepto. Me permito la larga digresión que sigue con el objeto de explicar lo que, a mi entender, es la característica principal de la teatralidad, la convención escénica. Empieza así: La convención es un tipo de complicidad concreta a la que invitamos al público. Una mano tendida en sentido figurado, y un acto de compartir en sociedad en sentido no figurado. Una autoafirmación del ser humano en su gloriosa capacidad de crear lenguajes (especialmente los que no usan palabras, los que no requieren –necesariamente- de habla), ser conscientes de ellos, y comunicarse, estableciendo así un sistema de pensamiento implícito derivado del mismo. Mis experiencias más señaladas como espectador me han provocado la sensación del sentirse nuevo, a través de una especie de reconciliación con la sensación física y espiritual de ser (volver a ser) humano. Dentro de ese contexto de comunicación profunda, todo renueva su sentido y adquiere su valor concreto y real.  Y desconocido hasta entonces. Cada cosa vuelve a ser lo que es y todo está bien. Un ejemplo cercano es la sensación de comunión que experimentamos cuando nos reímos en un teatro. Participar de un código concreto común, del que nos sentimos partícipes y responsables, es lo que permite ése placer. Algo parecido, aunque menos fácil de presenciar, sucede con la tragedia. Y así lo señalaron con el dedo los griegos, al establecer la purificación individual y social como función última de la tragedia clásica. El placer de participar en un hecho teatral, participación y placer ambos basados en el mecanismo de la convención, desentraña el inconsciente colectivo al colectivo de espectadores, lo redescubre, y nos recuerda su existencia e importancia en la consecución (tras años de evolución cultural, en su sentido más antropológico) del ser humano como parte y conjunto de una sociedad, diferente a aquellas del neolítico, aunque no tanto. Lo paradójico, casi mágico, de todo esto es que esta experiencia que resulta profundamente real parte de un artificio primero, seminal. Y que dicho artificio (la ficción), en cierto sentido, es la salvaguarda de la realidad. Porque no presentamos la realidad, sino una de sus infinitas representaciones que nos conecta con la realidad mucho mejor que la realidad misma. Fin de la digresión. El mayor reto que Las horas contadas proponía, era la búsqueda y articulación de esa traducción escénica del concepto de espejo propuesto por el autor. La tentativa elegida para conseguirlo fue la de una parquedad expresiva radical, que se pretendía amoldar al impresionante espacio real / escénico (imaginario dice la obra) del teatro, como si de un elemento más del patio de butacas se tratara. Esta contextualización tenía, a mi entender, varios beneficios. Ayudaba a la acción principal: un personaje por delante del telón de boca sentado en una butaca del teatro espectando, que diría Morales, frontalmente a los espectadores sentados en la parte más lejana al escenario del patio de butacas, estableciendo así esa especie de dinámica especular, de enfrentamiento último del público con la acción, es decir, del público consigo mismo. Fue muy discutida la propuesta de, casi abusando de la maravillosa acústica del María Guerrero, situar al respetable tan lejos de la acción, con la mayor parte de las butacas vacías entre ellos y el personaje. La intención fue evitar que los espectadores se olvidaran de que estaban en un teatro, y proponer una perspectiva no habitual, que fuera lo suficientemente significativa como para paliar la pretendida poca expresividad del trabajo actoral. De ahí que la luz de sala siempre estuviera presente. Uno de los procedimientos más habituales, audaces, y difíciles de escenificar, del teatro de Morales es ese vulnerable y elocuente equilibrio que plantea entre la proximidad y la distancia del espectador respecto a la acción. Habría mucho que reflexionar sobre dicho efecto y sus pretensiones dentro de la dimensión política y la voluntad crítica del autor con su tiempo, así como su generalizada ausencia en el teatro español del S XX.

 

El proceso de montaje de la obra fue bastante arduo, ya que después de empezar a trabajar en los primeros ensayos sobre la “superficie” del texto, comprobamos que ese procedimiento, lejos de abrirnos nuevos caminos, nos abocaba a un resultado en el que lo literario dominaba a lo escénico. Y como había que equilibrar esa balanza, nos tuvimos que sumergir en las tripas del texto, en su base filosófica más profunda, que establecía un complejo sistema de dualidades (vida-muerte, realidad-imaginación, sueño-vigilia…) perfectamente imbricadas, y que se mostraba como un complejo sistema de reflexión ontológico basado en la representación: “Nada. No sirve para nada. La obra no sirve: es. ‘Ser o no ser, he aquí el dilema’. Lo que no es, ya lo sabrán ustedes al final. Y lo que es tendrán que imaginárselo desde el principio.” El trabajo sobre esos conceptos, sin embargo, nos alejaba de la acción principal del texto, por lo que tras la inmersión en ellos tuvimos que emerger de nuevo a la superficie y tratar de conciliar los descubrimientos que habíamos hecho en el fondo con la acción principal de la capa más “superficial” de la obra. El fruto de este viaje de ida y vuelta nos gratificaba enormemente, aunque no nos costó poco trabajo mantener el difícil equilibrio, porque en cuanto nos despistábamos un poco, el sentido profundo y el sentido más inmediato del texto tendían a pugnar entre sí, resultando uno u otro vencedor, y por tanto rompiendo el equilibrio necesario para la propuesta.

 

Otro problema que apareció, ya durante las funciones, fue que, como no podía ser de otro modo, el público real tenía una importancia fundamental en la acción, y de esta manera, le habíamos otorgado un lugar protagonista dentro de la estructura de acciones planteada. Sin embargo, como afortunadamente cada público es diferente tuvimos que buscar otro nuevo equilibrio que permitiera que la obra siempre contara lo mismo, pero que a la vez, aceptara y se beneficiara de las características concretas de cada público. En este sentido el resultado fue muy satisfactorio. Todas las funciones fueron iguales, y a la vez fueron diferentes, dependiendo del público asistente, sus respiraciones y reacciones. Siempre nos encontramos con esta dificultad en nuestro trabajo, pero la importancia que le da el autor al público en su dispositivo era máxima, ya que la obra trata de una actriz, espectatriz se hace llamar ella, que dialoga con el público concreto y real de la sala. La voluntad, casi performática, del autor en mucha de sus propuestas es otro de sus más interesantes rasgos a investigar, sobre todo en lo que respecta a su escenificación en la actualidad. Sirva como ejemplo la atrevida y elocuente analogía que se establece entre el tiempo real de la representación y tiempo escénico: “Ahora tenemos dos minutos perfectamente muertos, que con los tres anteriores suman cinco.”, que nos obligó, privilegiando ese sentido performático, a modificar el texto en función de la duración real de la representación en dicho momento de la misma. Otro ejemplo, más representativo si cabe, es el que sacamos de la segunda acotación de la pieza: “(Transcurre largo tiempo sin que nadie aparezca. Una mujer se presentará en escena cuando el público inicie las naturales protestas.)”

 

Partiendo de una férrea y expresiva frontalidad, la actriz, sentada en la corbata del escenario sobre una silla de uno de los palcos del teatro, permanecía absolutamente inmóvil la mayor parte de la obra. Y es que Las horas contadas, como señalábamos anteriormente, es también un audaz intento de escenificar el paso del tiempo, y su representación se veía mermada al incluir acciones físicas externas. Sólo al final de la pieza, cuando la premisa de la obra se amplía en una dirección más metafísica, más calderoniana, cuando se acerca a un desenlace que ha sobrevolado todo lo anterior, que seguramente tiene que ver con la experiencia vital de la muerte, “¿Es que no tenemos todos todas las horas contadas?” incluimos algunas pequeñas acciones, poco expresivas pero con mucha carga simbólica, como cubrirse los ojos con las dos manos, con la intención de subrayar este sentido del devenir que tiñe toda pieza. Y es que la vida, como el hecho teatral, es una experiencia finita, con las horas contadas: “Sigan ustedes. Sigan. Aquí tienen mi asiento. Le cedo el turno a otro. Que nos cuente su sueño a ver si puede. Y Scheherezada, sin añadir palabra, se levantó y salió.” El espectáculo se cerraba con un larguísimo oscuro que pretendía representar el eterno concepto de que la vida es como un largo suspiro, acompasado al tema El tiempo pasa de Bonet de San Pedro y mientras el personaje, con los ojos cerrados bajaba del escenario, y tras cruzar el pasillo central del patio de butacas, desaparecía tras los espectadores. Carpe Diem.

 

 

       La corrupción al alcance de todos.

 

  • 1. La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación

     4. El espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre las personas mediatizadas por las imágenes.

 

      Guy Debord, La sociedad del espectáculo.

 

 

El librito citado fue publicado en 1967. En la época en la que Debord plasmó sus ideas la sociedad del espectáculo no estaba más que en pañales, era un acontecimiento incipiente en relación a lo que ha sucedido después. El texto, con el paso del tiempo, ha transformado su naturaleza original, de la denuncia política a ser un reflejo absolutamente fiel de nuestros tiempos. En su día, su lectura me suscitó una impresión precognitiva, como cuando conoces a alguien por primera vez y tienes la extraña sensación de haberla tratado desde siempre. El librito, ordenaba diferentes percepciones y pensamientos críticos que siempre habían estado revoloteando por mi cabeza, y a los que siempre había tratado como parte y producto de una neurosis con nada de especial, es decir, del montón, y no como el reflejo de un proceso social, como el autor me hizo comprender. Dicho proceso establece la alienación definitiva del individuo, con el fin de servir al interés de capitalización de unos pocos. Esta alienación no viene ya provocada por el trabajo, como en tiempos pasados, sino por la cultura en su sentido más amplio, una cultura global, del ocio, la comunicación y el consumo. De esta manera, dicha cultura (sistema de valores) se ha expandido como un virus acabando por infectar a toda la población de los países desarrollados (sembrándose y desarrollándose también de manera sorprendente en los no tan desarrollados), y ha demostrado una excelente capacidad para perpetuarse en el tiempo, como si nunca hubiera habido otro sistema tan perfecto como el actual, y lo que es peor, ni que lo pudiera haber en un futuro. Sin embargo, entre las pocas cosas auténticas y valiosas que nos quedan en esta sociedad está la otra cultura, la real, ejemplificada perfectamente en el vis a vis de la lectura, o lo que es lo mismo, la posibilidad de diálogo con un señor francés que ya no se encuentra en este mundo, gracias a su capacidad de escribir en el pasado y a la nuestra de leerle en el presente. O con un señor que nació en España pero que se exilió a Chile durante la guerra. No se nos puede olvidar que la cultura real se fundamenta en procesos de este tipo, procesos de comunicación consciente de ideas, aun cuando no se acompañe del repugnante (por preciso) epíteto “de masas”. El intento de acoso y derribo que se perpetra en nuestra sociedad contra esta cultura es una agresión y resulta muy sospechoso. Es como si los dirigentes (sean quien sean), pensaran que dicha cultura, aunque evidentemente beneficiosa, resultara contraproducente para el “buen” funcionamiento del sistema. Un sistema en el que, no lo olvidemos, cada vez con más frecuencia, los ciudadanos, aunque no estén asistiendo a ningún espectáculo, son denominados, y tratados como público.

 

José Ricardo Morales, como Debord, también trato el tema del referente y su representación, pero lo hizo desde un punto de vista dramatúrgico, en otro librito, titulado Mímesis dramática. En este ensayo expone la tesis, (o al menos esta fue una de mis lecturas, la que en cualquier caso, me importa recuperar aquí) de que, para los griegos, el concepto de representación basado en el procedimiento de mímesis, no implicaba una imitación fiel o verista de la realidad sino más bien todo lo contrario, un concepto de verosimilitud (mecanismo puramente ficcional y que por tanto no existe en la realidad); así como que dicho procedimiento de mimesis implicaba siempre una enorme dosis de conciencia de la representación. Morales se mete por tanto, a la difícil tarea de conciliar el teatro aristotélico y el brechtiano. Hasta aquí la glosa de este texto de Morales, de difícil adquisición y consulta, para tristeza de profesionales y estudiantes del teatro. Lo que aquí quiero exponer es cómo yo mismo, espoleado por estos dos libritos, y de la misma manera que Debord, de la misma manera que Morales, de la misma manera que Aristóteles en su tiempo o Brecht en el suyo, y de la misma manera que tantos otros, y evidentemente, mucho más humilde y torpemente que todos ellos, me enfrentaba a la naturaleza de la representación y a todas sus implicaciones sociológicas, políticas y culturales. Me enfrentaba a representar aquello a lo que Morales se refiere en numerosas ocasiones, me enfrentaba al reto de representar el concepto de sucedáneo.

 

Cuando leí por primera vez La corrupción me resultó muy enigmática. Más adelante, tras leer otros textos del autor, se me empezó a despejar el horizonte (aunque nunca del todo, he de reconocer) de la temática y la poética del autor, es decir de su significación profunda. El texto, siempre a mi entender, pese al título, no trataba sobre la corrupción, sino sobre el lenguaje, y más concretamente sobre las consecuencias sociales de la corrupción de dicho lenguaje. Como si la venalidad de las sociedades partiera, en cierto sentido, de la imposición de un lenguaje con el que esta pueda justificarse. Como ya hemos comentado anteriormente, Morales ha escrito mucho sobre la representación como sucedáneo de la realidad. De ahí la recurrencia en su teatro de procedimientos como la metateatralidad o los finales abruptos que desubican al espectador de la situación preestablecida. Como esta idea, tal y como he expresado más arriba, me resultaba muy afín, aposté por centrar el discurso de la puesta en escena en estos dos conceptos: el lenguaje y la representación de la realidad. Centrándome en la relación de dependencia que se establece entre ambos y en las consecuencias derivadas de esa relación. Después de todo la obra se fundamenta en una de las “especialidades” del autor, el juego de lenguaje. En este caso, en la maliciosa confusión provocada entre dos conceptos muy lejanos, que comparten vocablo, es decir, dos de las acepciones que tiene la palabra corrupción, la venal y la orgánica: “Todo empezó, ¿recuerdas?, con el problema de la corrupción. ‘Nadie está exento del mal de la corrupción’, declaró un sacerdote, refiriéndose a nuestros primeros muertos. Después, al generalizarse en las instituciones, en las empresas y en el gobierno, algyien sostuvo que ‘la corrupción es el signo de los tiempos’.”

De ese punto de partida surgió la idea de plantear el montaje a partir de unos monitores de televisión a través de los cuales el espectador vería la acción, o más precisamente, a través de los cuales a los espectadores se les taparía la acción. Dicho dispositivo escénico, me permitía tratar sobre la representación (dentro de la representación teatral) que supone ver la imagen de la acción representada y no la acción misma, y a su vez reflexionar sobre el lenguaje, en este caso audiovisual, dominante y fundacional de nuestra cultura. Es decir, intentaba crear un tipo de détournement debordiano. El détournement es un concepto surgido dentro del movimiento situacionista que el propio Debord fundó, que se centra en la posibilidad artística y política de tomar algún objeto creado por el sistema político hegemónico (deudor del capitalismo en nuestro caso), y distorsionar su significado y uso original para producir un efecto crítico. Pues bien, el fin último de este proceso de tergiversación (que es como suele traducirse dicho procedimiento) pretendía, de manera sencilla y manifiesta, generar una molesta pregunta en la mente del espectador: ¿Por qué una serie de televisiones nos tapan a los actores, por qué esos monitores nos ocultan la realidad? Mi primera idea fue que la voz de los actores fuera el único elemento de la representación no mediatizado por la tecnología. Tenía la intuición de que la contradicción sensorial entre la imagen de los monitores y la voz en directo de los actores resultaría teatral. Pero como albergaba el temor a que el planteamiento audiovisual nos alejara de la teatralidad, propuse pasar varios días probando los resultados del dispositivo planteado. De hecho, mi primerísima idea había sido la de grabar un video de la obra y proyectarlo al público, pero me pareció que nos alejaba de la teatralidad, además de que podría haber resultado ofensivo. En definitiva, en ese proceso de probatura, y tras tener la suerte de poder experimentar con microfonía, comprobamos que la recepción de la acción se alejaba completamente de la real que estaba sucediendo tras los monitores. Estábamos viendo la tele, y no viendo la tele en un hecho teatral. Al eliminar el elemento contradictorio o paradójico (propio de la teatralidad) el discurso se veía altamente comprometido.

 

Todo esto que vengo comentando no deja de ser más que la estructura teórica del proyecto. En la práctica, la obra es una especie de farsa rara, disparatada, en la que una momia egipcia sale de su sepulcro sito en un museo para dialogar con una doctora de Oxford sobre el concepto y el hábito de la corrupción. Finalmente, ni la momia es una momia, ni la doctora es una doctora, sino que dichos estereotipos no dejan de ser disfraces tras los cuales los personajes “reales” se ocultan a la espera de cumplir su objetivo final: el expolio de las arcas del museo. Para ello tendrán que pactar con un vigilante jurado que tras haber observado la pantomima a través de una cámara de seguridad (al igual que el público), se deja corromper: “¿Cree usted que disfrazándose de momia iba a engañar a alguien? / ARI: (Ofendido) Sepa que soy actor.” La obra era pues, un simulacro, y funcionaba de maravilla dentro de la estructura de otro simulacro, esta vez escénico, el de la realización audiovisual en directo de la acción teatral a cargo del vigilante de seguridad. Los sentidos del texto se multiplicaban exponencialmente en este contexto falsario, y nos permitía desarrollar la ironía que la lectura escénica del texto precisaba. Sí, al final los tres personajes se salen con la suya y el robo se comete ante la mirada del espectador. Los “malos” se salen con la suya. Igual que en la vida: “Al fin y al cabo, la credibilidad y la transparencia no son más que un pretexto, una parte del juego. Porque aquello que importa, sobre todo, es el botín que nos espera.” Todo lo contrario que en la omnipresente mitología hollywoodiense que nos edulcora, suplanta y distancia premeditadamente de nuestra realidad, no por muy triste, menos frecuente.

 

Toda esta trama se sustenta en otro concepto fundamental, la credibilidad. Así comienza la obra: “Cre-di-bi-li-dad. Ésa es la palabra. Porque, ¿quién está dispuesto a creer que una momia camine como yo lo hago? Seguramente nadie. Aunque si puedo andar se debe a que creí en nuestro libro, el Libro de los muertos. […] La credibilidad es infinita.” Y en relación a la credibilidad, para poner en pie el juego escénico que el autor planteaba, en un principio el público tenía que creerse que la momia era una momia, la doctora una doctora y el vigilante un vigilante. Eso planteaba, a mi entender, ciertos problemas de verosimilitud, el principal de los cuales era cómo integrar el discurso crítico dentro de la pantomima espectacular que proponía el autor. Hasta que nos dimos cuenta, que en toda la obra planea una paradoja que, a la postre, nos resultó reveladora: a mayor falta de verosimilitud, mayor credibilidad. Este, que podría ser un lema de nuestra sociedad, nos sirvió como hilo conductor, y empezamos a articular todo el montaje a partir de esa premisa. El papel del espectador, funcionalmente análogo al del vigilante, era el de observar todo el engaño a los que los personajes les sometían. Y creerlo. O no. En cualquier caso, provocarle cierta incomodidad, enfrentarle al dilema ético de su propia corrupción que radica en el españolísimo “mirar para otro lado”. Este tipo de corrupción “pasiva”, en el que el individuo es cómplice y encubridor, en última instancia garantiza la otra, la corrupción “activa”. Así, el espectador asiste a su propia realidad, corrupción generalizada en la ciudad, la región, el país, el continente, el mundo, el universo…, a través de un televisor, como si de un espectáculo se tratara,. A este respecto, resultó curioso comprobar cómo la palabra corrupción (la más asidua del texto) encontraba su lugar natural, en lo que a nuestra realidad se refiere, dentro de ese cuadrado plano y oscuro hasta que se enciende, que es un monitor de televisión. Otra fórmula que nos ayudó a comprender el espíritu de la obra y poder traducirlo escénicamente, fue la de cambiar la estructura de la siguiente ecuación, El teatro es la representación de la realidad, por la de El teatro es la realidad de la representación.

 

Podríamos continuar hasta el infinito tratando sobre el tema, pero creo que ya es suficiente para este somero comentario sobre el trabajo de puesta en escena de los textos de Morales. Antes de acabar, me gustaría agradecer a todas las personas que participaron en el proyecto, su esfuerzo e ilusión sin los cuales, sí es un tópico pero también es real, este proyecto jamás hubiera salido como ha salido. Hecho queda. Y para acabar por donde empezamos, volvamos a Morales. A su obra, una de cuyas características más valiosas es su coherencia ideológica. Uno de sus grandes valores es el de tratar temas que por estar muy presentes en nuestras vidas parecen olvidados. En su teatro, apela al ejercicio de puesta en duda de algunos de los dogmas fundacionales de nuestra sociedad, los más evidentes y sin embargo los que menos nos cuestionamos, porque están embutidos en lo más profundo de nuestra cultura, y por tanto de nuestro pensamiento, y eso hace que los consideremos veraces por definición. O lo que, simplificando muchísimo, es lo mismo: La tele no siempre dice la verdad. La deshumanización tecnológica y/o la tecnología de la deshumanización; la manipulación a la que nos somete el poder; la ilusión de inmortalidad; o las consecuencias de la victoria definitiva del sucedáneo sobre el original, son problemas evidentes nos afectan y conforman, de los que con mucha frecuencia nos olvidamos.

 

José Ricardo Morales considera que el auténtico dramaturgo es un hacedor de enigmas. Qué mejor que sus propias palabras: “De tal manera, este teatro se encuentra al servicio del prójimo, en cuanto trata de representarle aquello que conviene tener presente, sea o no grato a los oídos, concuerde o no con las posiciones usuales y convencionales”. Siempre creí que situar la acción de La corrupción en un museo de arte egipcio era una metáfora muy poderosa: La sociedad ya no es más que un conjunto de reliquias de sí misma, expuestas en un museo.

 

 

 

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